Monday, September 10, 2007

Economía, Filosofía y Psiquiatría


Los economistas parecemos ser muy malos cuando intentamos decir porqué la gente decide como decide, pero peor aún: ¡la gente piensa como nosotros!

Jeremy Bentham (1748-1832)

Durante los poco más de dos siglos que tiene nuestra ciencia los economistas hemos desarrollado todo un arsenal de herramientas matemáticas que nos permiten predecir, con cierta certeza, qué decisiones van a tomar las personas en determinadas situaciones controladas. Sin embargo hemos obviado, por razones de simplicidad, los procesos que llevan a una persona a tomar una u otra decisión.

Dentro de las muchas conclusiones que hemos sacado los economistas hay una en particular que me ha llamado la atención: más es mejor.

Desde que nació el utilitarismo, por allá en el siglo XVIII con Jeremy Bentham, la idea de que más es mejor, de que el exceso nos hace felices, ha permeado profundamente la sociedad. En principio, el utilitarismo defendía la idea de que la labor del gobierno era maximizar la felicidad total de la sociedad. En últimas, esto implicaba que las felicidades de las personas se pudieran sumar o, al menos, que existiera algún mecanismo de agregación de las felicidades.

Cuando se extiende el argumento, el hecho de poder maximizar la felicidad de la sociedad implica que las felicidades de las personas se pueden comparar. En esta parte, la economía de finales del siglo XIX y principios del XX tomó la salomónica decisión de que no se podían comparar. Que uno, en últimas, no puede medir la felicidad de una persona y que por lo tanto, intentar quitarle algo a alguien con el argumento de que dárselo a otro genera más felicidad para la sociedad, está mal.

Bueno, hoy sabemos que las comparaciones de felicidad entre personas sólo las pueden hacer las mismas personas dentro de sus propias negociaciones y que los agentes externos somos completamente ineptos para hacer esas comparaciones. Así que el gobierno no puede hacer estas comparaciones, pero las Constituciones sí. El gobierno no porque es un grupo de personas, pero las Constituciones sí, porque son un contrato social, que necesita cierto equilibrio para mantenerse durante largos periodos de tiempo, como suele pasar en la práctica.

Al margen de esto, me causó mucha curiosidad como la idea de las comparaciones interpersonales hace parte de la vida de la gente.

Una vez estaba yo terriblemente deprimido. Un amigo, de esos que no entienden las depresiones, decidió, en mi presencia, hablar con una señora que vende dulces a la entrada de Cha Cha. La idea de su conversación era demostrarme como mi vida era mejor que la de la señora y que el hecho de que ella fuera feliz, implicaba que yo debía serlo también.

Gracioso, mi amigo es médico, pero pareció ser más economista que yo. Más radical que yo. De pronto nuestro médico se había convertido en una hermosa reencarnación de Bentham, con los crespitos y todo. Había decidido que mi situación individual, que mis procesos químicos, no debían interferir con lo que él pensaba era la mejor situación mía por encima de la de la señora de los dulces.

Eso me hizo caer en cuenta una cosa. Los economistas, cuando observamos las decisiones de un individuo, no tenemos en cuenta el proceso de toma de decisiones, sólo el resultado. Al final, llegamos a la conclusión de que a una persona le gusta más X que Y porque gasta más dinero en X. Pero no sabemos porqué.

Y ahí debería entrar la neurociencia. Tender a elegir sistemáticamente una cosa sobre otra puede implicar un mayor gusto o un menor mal, pero también puede evidenciar una falla en el proceso de toma de decisiones, un problema psiquiátrico, dirían algunos.

Como yo lo veo, es básicamente lo siguiente. Los economistas en nuestro afán por simplificar, hemos llegado a una ecuación de felicidad que solo incluye los bienes a los que se accede (pueden ser materiales o no), pero no tenemos en cuenta de dónde salen los ponderadores que hacen que un bien sea más querido que otro.

Esos ponderadores no pueden salir de otra parte que de la química cerebral de las personas, de modo que diferencias químicas terminan por generar diferentes funciones de felicidad. Así que a los economistas nos falta mucho por aprender de la neurociencia.

Creo que en un futuro lejano, la economía, como ciencia que estudia los procesos de toma de decisión de las personas, terminará más cerca de la psiquiatría que de la ciencia política, a pesar de que esto le rompa el corazón a más de un amigo mío.

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